Diferencia entre revisiones de «Batalla de Lepanto»

Contenido eliminado Contenido añadido
Filipo (discusión · contribs.)
Revertidos los cambios de 82.181.235.116 a la última edición de Filipo usando monobook-suite
Línea 32:
 
== Antecedentes ==
En 1566 ascendió a la Cátedra de San Pedro San Pío V. La Cristiandad enfrentaba entonces un enorme peligro. Hacía un siglo que Constantinopla (ver mapa), la puerta de Europa, había caído en poder de los otomanos [nombre del imperio turco], y desde entonces la amenaza mora se había vuelto más patente que nunca.
 
La flota otomana era casi la dueña del Mediterráneo, asolando constantemente las costas de los países cristianos. Solimán II, llamado El Magnífico, había jurado que no descansaría hasta conquistar Roma y entrar a caballo en la basílica de San Pedro.
De otro lado, el Renacimiento y el Humanismo hacía buen tiempo que venían corroyendo moralmente la cristiandad medieval, en la cual el amor a Dios y el cumplimiento de su Ley eran el centro de toda la vida pública y privada.
 
Este derrumbe moral favoreció que incontables almas, cual paja seca, fuesen devoradas por el incendio del protestantismo y arrebatadas del seno de la Iglesia; los campos europeos se tiñieron de sangre como fruto del fanatismo “reformador” y, así, los espíritus, seducidos por el ansia de placeres y una cada vez menor tolerancia a la autoridad, se iban preparando para convulsiones mayores que iban a explotar en los siglos posteriores2.
 
Apenas un año antes, la isla de Malta (ver mapa) se pudo defender heroicamente de los moros, gracias al generoso arrojo de los Caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén, llamados por los infieles de "escorpiones del mediterráneo". Actualmente dicha Orden es conocida como la Soberana Orden Militar y Hospitalaria de Malta.
 
Ese mismo año de 1566, Alí Pachá, el mismo general que comandara la ofensiva otomana en Malta, capturó la isla de Chios (ver mapa), la última posesión genovesa al este del Mediterráneo y por medio de una traición hizo asesinar a la familia Giustiniani que la gobernaba en ese tiempo.
 
Por tres días los mahometanos recorrieron la isla palmo a palmo, masacraron a la totalidad de sus habitantes y destruyeron todo vestigio de Cristiandad que encontraron en su camino. Dos niños de la familia Giustiniani, con diez y doce años fueron martirizados. Al menor de ellos, casi descuartizado ya, le propusieron conservar un dedo y la vida si apostataba de la Fe. Pero él apretó los puños tan fuertemente que los turcos no pudieron abrírselos ni siquiera después de muerto.
 
Algunos meses después, Solimán lideró un enorme ejército, adentrándose en los Balcanes (ver mapa). Afortunadamente, la tenaz resistencia del Conde Zriny detuvo al sultán, quien halló la muerte en las montañas húngaras, sin poder llegar a Viena (ver mapa), que era su meta inmediata.
 
Selim II; conocido como el borracho por su vicio a la bebida, ascendió al trono en Constantinopla, habiendo antes eliminado a todos los rivales de su familia y planeado el próximo ataque al continente cristiano.
 
El Papa del Rosario
 
En toda Europa sólo el Papa San Pío V percibía el grave peligro que se cernía sobre la Cristiandad y fue él quien ideó la única salida posible para el continente amenazado.
 
¡Las fuerzas otomanas sólo podían ser derrotadas por medio de una cruzada! Pero una cruzada en el campo de batalla no era suficiente; era necesario llevar a cabo una cruzada espiritual, primero para mover a los reinos europeos a participar de la lucha, antes que para vencer al enemigo musulmán.
 
Las demás potencias veían a los turcos como una amenaza a su bienestar material –y en efecto lo era- pero el santo Pontífice los veía sobre todo como una amenaza al orden que Dios mismo había establecido en el mundo.
 
San Pío V mandó redoblar las oraciones en todos los conventos y monasterios y él mismo trató de llevar su porción de la carga duplicando sus acostumbrados ejercicios de piedad y mortificación, en particular el rezo del Santo Rosario.
 
Crecen las amenazas
 
Mientras San Pío V estaba tratando de organizar una alianza efectiva contra el creciente peligro, otra provocación musulmana ilustró la precaria situación. Durante la Navidad de 1568, el odio reprimido de los moros seudo-conversos en España, conocidos como moriscos, estalló ese día en toda su enorme crueldad en las montañas de las Alpujarras, en Andalucía. Salvajes torturas fueron llevadas a cabo contra las víctimas antes de que estas fueran violentamente asesinadas, especialmente contra humildes sacerdotes del pueblo y sus monaguillos. Si ellos invocaban a Jesús o a su Madre bendita pidiendo fortaleza, sus lenguas eran amputadas o sus bocas eran llenadas de pólvora y quemadas.
 
El historiador francés Ferdinand Braudel en su afamada obra El Mediterráneo comenta que no cabe duda acerca de los vínculos entre los rebeldes de España y los corsarios de Argelia, estos últimos incondicionales aliados de los turcos. Los piratas berberiscos llevaban hombres, municiones y armas a la costa sur española y tomaban esclavos entre los católicos como forma de pago, tejiendo de esa manera otra hebra en el lazo corredizo que estrangulaba la Europa católica3.
 
Los intentos iniciales para contener ésta bien organizada rebelión fracasaron hasta que Don Juan de Austria -hermano bastardo del rey Felipe II- fue nombrado comandante general. Don Juan poseía todas las extraordinarias habilidades de liderazgo, incluyendo el buen juicio y gran valor. Prosiguió, pues, vigorosa e implacablemente, una campaña que destruyó los baluartes enemigos y puso fin definitivamente a la rebelión morisca.
 
Mientras tanto, todas las cortes de Europa fueron informadas que extensos preparativos para mayores ataques estaban siendo puestos en marcha en Constantinopla.
 
San Pío V envió, repetidamente por carta, peticiones a los príncipes y nobles europeos para unirse a la Cruzada; sin embargo, la mayoría de los monarcas se excusaron para no apoyarlo. Sólo España y Venecia, sin negarse, enviaron, sin embargo, respuestas evasivas.
 
Esto no era de extrañar en una Europa adormecida y relajada como fruto del hedonismo renacentista y del protestantismo, como dijimos más arriba. Francia e Inglaterra, por ejemplo, no dudaron en aliarse alguna vez al sultán para ir contra España... por simple rivalidad.
 
La Santa Liga
 
A fines de 1569 llegó a Constantinopla la noticia de que el arsenal veneciano había sido destruido por un incendio y, debido a una mala cosecha, la península estaba amenazada por el hambre. Selim II rompe entonces la paz y envía un ultimatum: o Venecia entregaba una de sus posesiones más queridas, Chipre (ver mapa), al este del Mediterráneo, o era la guerra.
 
Esto fue lo que al fin movió a España y Venecia (esta última era evidentemente la que más tenía que perder con el avance turco) a atender los llamados del Papa, pero las desavenencias y rivalidades entre estas potencias hacían muy difícil cualquier negociación.
Bajo el amparo y mediación del Pontífice Romano, comenzaron las negociaciones. Con un discurso inflamado, el Papa convocaba a todos para una nueva cruzada.
 
A pesar de su temperamento fogoso, S. Pio V intervenía con una paciencia y cordura heroicas. Durante estos largos y angustiosos meses, la poderosa personalidad del Papa barrió con todos los obstáculos y forzó una decisión. Aunque estaba enfermo y sufría constantemente de dolores insoportables, el indómito Pontífice finalmente llegó a un acuerdo con estos gobiernos.
 
Según el tratado, la elección del comandante general estaba reservada al Papa. San Pío V entró un día a su capilla para celebrar el Santo Sacrifico de la Misa; cuando llegó al evangelio de San Juan, empezó a leer, “Fuit homo missus a Deos, cui nomen erat Joannes” (“Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan”). Volvió su rostro hacia la Virgen, hizo una pausa y se dio cuenta, por inspiración divina, de que el comandante de la Cruzada debía ser Don Juan de Austria.
 
La partida
 
El Papa envió a España el estandarte de la Liga: era un damasco de seda azul con la imagen del Crucificado, teniendo a los pies las armas del Papa, de España, de Venecia y de Don Juan.
 
Este lo recibió solemnemente de manos del Cardenal Granvela, en la Iglesia de Santa Clara, con la presencia de la nobleza. "¡Toma, dichoso Príncipe, le dijo el Cardenal, la insignia del verdadero Verbo Humanado; toma la señal viva de la santa Fe, de la cual eres defensor en esta empresa. Él te dará una victoria gloriosa sobre el ímpio enemigo, y por tu mano será abatida su soberbia. Amén!".
Angustiado con las noticias del avance turco, S. Pio V mandó una carta a Don Juan exhortándolo a zarpar para Messina (ver mapa).
En dicho puerto, donde es recibido con impresionantes muestras de júbilo y entusiasmo, se reunió toda la escuadra católica con sus comandantes.
 
El Nuncio papal exhortó una vez más al combate en nombre de San Pío V, comunicando al Príncipe que el Pontífice le prometía en nombre de Dios la victoria, por encima de todos los cálculos humanos, y mandaba decir que si la escuadra se dejara derrotar “iría él mismo con sus canas a la guerra, para vergüenza de los jóvenes indolentes”.
 
El Papa envió además, con el Nuncio, una astilla de la Santa y Verdadera Cruz para cada una de las naves capitanas y concedió a todos los miembros de la expedición las mismas indulgencias propias de las cruzadas.
 
Don Juan de Austria prohibió la presencia de mujeres a bordo y decretó pena de muerte para los blasfemadores. Algunos días antes de la partida, los 81mil soldados y marineros ayunaron durante tres jornadas, se confesaron y recibieron la Sagrada Comunión, haciendo lo mismo los condenados que remaban en las galeras.
 
Un ambiente de Cruzada se vivía nuevamente en Europa y un renovado celo por la gloria de Dios brillaba en los que iban para el combate.
 
El 15 de setiembre, la mayor flota católica jamás reunida zarpó de Messina, en Sicilia, para ir en busca de la flota musulmana liderada por el cuñado del Sultan, Alí Pasha.
 
En busca del enemigo
 
Diez días más tarde llegaron a Corfu (ver mapa), cerca de la costa noroeste de Grecia. Los turcos habían arrasado el lugar el mes anterior y dejaron sus usuales cartas de presentacion: iglesias reducidas a cenizas, crucifijos rotos, cuerpos destrozados de sacerdotes, mujeres y niños.
 
El 6 de Octubre llegaron las exasperantes noticias de que la Cristiandad había sufrido otra cruel humillación de los otomanos. Chipre, la joya de las posesiones insulares remotas de Venecia, había sido atacada el año anterior. La capital cercada, Nicosia, había caído rápidamente, y sus 20 mil sobrevivientes habían sido liquidados.
 
La ciudad fortificada de Famagusta (ver mapa) resistió por otro año debido al valiente liderazgo de Marco Antonio Bragadino, su gobernador. Sin ninguna esperanza de liberación a la vista y con la inanición y las enfermedades diezmando la población, Bragadino aceptó lo que parecían ser condiciones honorables y capituló. Pero en un acto de increíble traición y salvajismo satánico, el general turco, tres días después, mutiló cruelmente a todos los oficiales venecianos hasta matarlos. A Bragadino le cortaron la nariz y las orejas y después fue desollado vivo. Su piel, rellenada de paja, fue paseada por toda la ciudad.
 
Los ánimos estaban bastante caldeados, cuando al fin llegó la noticia esperada: “¡Alí Pashá está en Lepanto!”; un largo y transparente cuerpo de agua, conocido también como el golfo de Corinto, que separa Grecia central de la península del Peloponeso (ver mapa).
 
La batalla
 
Antes del amanecer del 7 de octubre las naves católicas penetraron en el estrecho de Lepanto. Se levantó la bandera que señalizaba la presencia del enemigo y se dio orden de formar para la batalla.
 
Se oyó un cañonazo en el lado turco entendido por Don Juan de Austria como el desafío de La Sultana y ordenó contestar con otro desde La Real como señal que aceptaba el reto. Fue izado el estandarte de la Liga en el mástil más alto de la galera capitana y Don Juan se dirigió a los suyos con estas palabras: “Hijos, a morir hemos venido, o a vencer si el cielo lo dispone. No deis ocasión para que el enemigo os pregunte con arrogancia impía ¿Dónde está vuestro Dios? Pelead en su santo nombre, porque muertos o victoriosos, habréis de alcanzar la inmortalidad”.
 
Alí Pashá también dispuso su escuadra para el combate. El Generalísimo turco parecía que quería embestir resolutamente por el centro y al mismo tiempo envolver los cristianos, aprovechándose de su superioridad numérica (286 naves contra 208).
El número de naves y de combatientes y la determinación de los capitanes y soldados indicaban que el combate sería tremendo, pero nadie se paró a meditar su suerte, ocupado cada uno en fijar sus ojos y sus cañones en el enemigo.
 
El Príncipe Don Juan se arrodilla y reza. Todos sus hombres hacen lo mismo. En medio de un silencio grandioso los religiosos daban la última bendición y la absolución general a los que iban a exponerse a la muerte por la Fe.
 
El enemigo tocaba sus cornetas y címbalos, daba infernales aullidos y blandía sus cimitarras gritando: "Esos cristianos vinieron como un rebaño para que los degollemos". La orden dada por Alí Pashá era de no hacer prisioneros.
 
Justo antes de que se encontraran, el viento que había estado favoreciendo a los turcos cambió del Este a la dirección opuesta. Los católicos abrieron fuego. Sus grandes, aunque poco manejables galeras dispararon una enorme cantidad de balas de cañon con un efecto devastador. Pero debido a su falta de maniobrabilidad, las baterías flotantes rápidamente interrumpieron su acción.
 
José Ramón Cumplido M. en su estudio “La Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571): La gran victoria naval en el Mediterraneo”, narra: “El combate se había generalizado sin ningún orden, lanzándose unas galeras en persecución de otras; hubo naves turcas defendidas por españoles y corsarios berberiscos navegando con pabellón maltés y donde se veía una nave, al poco sólo quedaba un remolino que la tragaba. Hubo en el mar tantos muertos y despojos que las naves parecían haber encallado entre cadáveres. Las naves se quebraban con tanta facilidad como los cuerpos de los hombres, de los que sólo quedaba intacta su ira. Parecía como si se quisiera superar en destrucción a los elementos de la naturaleza”4.
 
Alí Pashá conociendo por los santos estandartes la galera de Don Juan, embistió por la proa a la Real y lanzó sobre ella una horda de jenízaros [cristianos apóstatas]escogidos.
 
Al instante una docena de naves turcas se acercaron detrás de Ali Pasha, proporcionándole miles de jenízaros más. Veniero, capitán veneciano y Colonna, comandante de la flota pontificia, flanqueaban a la Real desde ambos lados. Más refuerzos llegaron de otras galeras. Cerca de 24 naves actuaron juntas, formando de este modo un campo de batalla flotante. La lucha se hizo cada vez más violenta y otra vez el derramamiento de sangre y la matanza se propagó por las cubiertas.
 
Muchos en la flota católica llevaron a cabo magníficos actos de valor. El feroz anciano Veniero se paró en su proa, a la vista de todos, haciendo disparo tras disparo mientras su joven sirviente recargaba el cañon. Un sargento siciliano, antes mortalmente enfermo, saltó fuera de su lecho de convalecencia, subió a cubierta y mató cuatro turcos antes de morir de nueve heridas de flecha. El joven Alejandro Farnesio, duque de Parma, compañero de Don Juan y futuro genio militar, saltó a bordo de una galera musulmana y mató los primeros doce hombres que enfrentó (y pudo contarlo...).
 
Finalmente, Don Juan, con un gran sable en una mano y un hacha en la otra, lideró una embestida contra la Sultana que terminó con la muerte de Alí Pashá. Los turcos estaban derrotados y el pánico se apoderó rápidamente entre sus huestes a partir del momento en que el estandarte de Cristo comenzó a flamear en la Sultana.
 
Mientras esto ocurría, un prodigio hacía patente a los musulmanes que el verdadero Dios estaba con los cristianos. Finalizada la batalla, algunos islamitas, prisioneros de los católicos, confesaron que una brillante y majestuosa Señora había aparecido en el cielo, amenazándolos e inspirándoles un gran miedo.
 
La batalla, que por un momento parecía favorable a los turcos, se revirtió. Estos huían ahora desordenadamente, dejando tras de sí sus propios escombros y a los cristianos victoriosos. Los infieles perdieron el 80 % de su flota (130 navíos capturados y más de 90 hundidos o incendiados), tuvieron 25.000 muertos, y casi 9.000 fueron hechos prisioneros. Las pérdidas católicas fueron mucho menores: 8.000 hombres, y solamente 17 galeras perdidas.
 
Victoria alcanzada por el Rosario
 
Mientras en las aguas de Lepanto se trababa la decisiva batalla, la Cristiandad rogaba el auxilio de la Reina del Santísimo Rosario. En Roma, el Papa San Pío V continuaba pidiendo a los fieles que redoblasen sus oraciones. Las Cofradías del Rosario promovían procesiones y oraciones en las iglesias, suplicando la victoria de la armada católica.
 
El Pontífice, en el momento mismo del desenlace de la batalla estaba reunido con su tesorero, Donato Cesis, quien le exponía problemas financieros. De repente se apartó de su interlocutor, abrió una ventana y después de un momento en éxtasis, se volvió hacia su tesorero y le dijo: “Id con Dios. Ahora no es hora de negocios, sino de dar gracias a Jesucristo pues nuestra escuadra acaba de vencer” y se dirigió a su capilla.
 
Diez días después, en la noche del 21 para el 22 de octubre, el Cardenal Rusticucci despierta al Papa para confirmarle la visión que había tenido. Efectivamente ¡la escuadra católica había triunfado!. En un llanto varonil San Pío V repitió las palabras del viejo Simeón: “Nunc dimitis servum tuum, Domine, in pace, quia viderunt oculi mei...” “Ahora, Señor, puedes llevarte a tu siervo en paz, porque mis ojos vieron tu salvación” (Luc.2,29). Por la mañana es proclamada la feliz noticia en San Pedro luego de una procesión y un solemne Te Deum, en acción de gracias por la estupenda intervención de María Santísima.
 
El Papa introdujo la invocación Auxilio de los Cristianos en la Letanía de Nuestra Señora. Y para perpetuar esta extraordinaria victoria de la Cristiandad, fue instituida la fiesta de Nuestra Señora de las Victorias, que dos años después tomó la denominación de fiesta de Nuestra Señora del Rosario, conmemorada por toda la Iglesia el día 7 de octubre de cada año.
 
Capillas con la invocación de Nuestra Señora de las Victorias comienzan a surgir en España e Italia. El senado veneciano coloca debajo del cuadro que representa la batalla la siguiente frase: “Non virtus, non arma, non duces, sed Maria Rosarii Victores nos fecit”; “Ni las tropas, ni las armas, ni los comandantes, sino la Virgen María del Rosario es la que nos dio la victoria”. Génova y otras ciudades mandaron pintar en sus puertas la imagen de la Virgen del Rosario.
 
La historia es testigo de que la lenta decadencia del poderío naval de los otomanos comenzó con la jornada de Lepanto.
 
=== Antecedentes de la Liga Santa ===
En 1570, después de unos años de tranquilidad, los turcos inician una expansión atacando varios puertos [[República de Venecia|venecianos]] del [[Mar Mediterráneo|Mediterráneo]] Oriental. Atacan [[Chipre]] con 300 naves y ponen sitio a [[Nicosia]].