Diferencia entre revisiones de «Jean-Victor Poncelet»

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Al volver a Francia, aprovechando los pocos ratos libres que le dejaban sus funciones como ingeniero militar, se dedicó a poner por escrito y dar a conocer sus descubrimientos. En 1831 fue elegido miembro de la Academia de Ciencias, para ocupar el sillón que el fallecimiento de Laplace había dejado vacante, aunque por razones políticas tardó en aceptar el ofrecimiento. Murió en 1867.
 
 
Más de una vez, durante la primera Gran Guerra, cuando las tropas francesas eran atacadas y no
existía la posibilidad de reforzarlas, el alto mando pudo salvar la situación enviando a toda prisa
hacia el frente a alguna gran artista, envuelta desde el cuello hasta los pies en la tricolor, para que
cantara la Marsellesa ante los hombres agotados. Cumplido su papel, la artista volvía a París en
su automóvil; las tropas fortalecidas avanzaban, y a la mañana siguiente, la prensa, cínicamente
censurada, aseguraba al lector que "el día ' de la gloria ha llegado".
En 1812, el día de gloria estaba aún por venir. Las grandes artistas no acompañaban al medio
millón de soldados de Napoleón Bonaparte en su marcha ' triunfal por el corazón de Rusia. Eran
los hombres los que cantaban a medida que los rusos se retiraban ante el invencible ejército, y en
las infinitas llanuras resonaba el vigoroso canto que había derrumbado a los tiranos de sus tronos
y elevado a Napoleón al lugar que ocupaba.
Todo marchaba a pedir de boca y lo mejor que podía imaginar el más entusiasta de aquellos
hombres: seis días antes de que Napoleón cruzara el Niemen, su brillante estrategia diplomática
exasperó indirectamente al presidente Madison, lanzando a los Estados Unidos, a una guerra
contra Inglaterra. Los rusos se retiraban hacia Moscú con la mayor rapidez, y el Gran Ejército
tenía que acelerar su marcha para acercarse al enemigo que huía. En Borodino los rusos se
detuvieron, combatieron y se retiraron. Napoleón continuó sin oposición, salvo la del terrible
clima, hasta Moscú, donde notificó al Zar su voluntad de que las fuerzas rusas debían rendirse
incondicionalmente. Los habitantes de Moscú, dirigidos por su gobierno, prendieron fuego a la
ciudad, quemaron hasta la tierra, y Napoleón no encontró otra cosa que vacío y humo.
Rencoroso, pero aun dueño de la situación, Napoleón no se cuidó del antiguo proverbio, que por
segunda o tercera vez se le atravesó en su carrera militar, "Quien a hierro mata a hierro muere".
 
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